Me dicen “puta”, una etiqueta que nunca
busqué y que gratuitamente me endilgaron; no saben lo que como mujer duele que
la señalen, que la observen con lascivia, que los imberbes estudiantes la
escruten a uno de pies a cintura –porque hasta allí les llega la mirada,
imaginando con fruición esa parte de mi
anatomía-.
Soy la comidilla de la vecindad, desde
los niños que comienzan a migrar hacia la
preadolescencia, hasta los ancianos a los que la memoria se les escapa
por entre su dentadura picada por los años, pasando por las mujeres que se las
llevan de santurronas. Ninguno de ellos
tiene el valor de verme a los ojos; cuando paso por la calle esconden su
mirada, pero la percibo pegada a mis pantorrillas y glúteos.
Esas cuatro letras han marcado mi vida. Desde pequeña la mala fama –porque solo eso
es, fama-; acompañó mi llanto contenido, sin nadie que me buscara para escucharme, para entenderme, para consolarme,
para darle valor a mi vida.
Desde niña viví la necesidad de ser
querida, de ser abrazada, de poder sentarme en las piernas de mi papá y
escuchar esas historias que hubiesen llevado mi imaginación en viajes
estelares, en descubrimiento de culturas remotas, de aventuras en la selva; o
tan solo de un cuento de princesas esperando ser salvadas del encierro por un
galán príncipe azul montado sobre un níveo caballo con crines de plata.
No, no entendieron dicha necesidad
afectiva, todo el mundo lo tergiversó al verme abrazar a mis compañeros de
escuela, de acercarme quizá un poco más
de lo socialmente prudente cuando platicaba con alguna persona; fue así como
comenzó mi calvario.
Siempre he buscado el cariño, sentirme
amada, apreciada, querida; es algo básico para mí, pero desde la escuela fui
señalada sin piedad. Primero por las
niñas que decían ser mis amigas, luego por los niños que, aunque desconociendo
plenamente la repercusión de sus palabras, las escupían de sus bocas como
aquéllas pericas que pasan volando hacia sus nidos, ensordeciendo la caída del
sol.
Al crecer, dicha reputación hizo lo propio;
nadie conoce la frustración de verse acosada por estudiantes montoneros –porque
eso eran, en lo individual la cobardía bañaba sus frentes como el calor del
medio día-; buscando rozar sus cuerpos con el mío mientras formábamos la fila
para el acto cívico, o buscar con sus manos mi cuerpo sin motivo alguno cuando
jugábamos fútbol en la clase de gimnasia.
Nadie me defendió, nadie estuvo a mi lado como noble caballero
espantando al dragón.
Fue traumatizante el cambio que
experimenté al llegar a la pubertad, la ausencia de una madre casi me
despelleja el alma; mi cuerpo evolucionaba y yo no entendía la razón; poco a
poco y en soledad descubrí mi feminidad, de qué estaba hecha, entendí que era
diferente, que cada mes sufriría por ello.
Pero la gente seguía llamándome puta, zorra, larga, fácil…eso hizo
llorar a mi alma noche tras noche, con la luna como triste compañera.
Hoy soy una mujer, camino por la calle y
ya no me importa el qué-dirán, si de todos modos a escondidas y en voz baja,
cuchichean que soy una puta. En algún
momento de mi vida pensé en desaparecer del barrio, de irme a vivir a algún
lejano lugar en el que pudiera comenzar mi vida y gozar de las cálidas mañanas
vestidas del canto de las aves, de jugar bajo la lluvia y saltar dentro de cada
charco camino a casa.
Mas algo me detuvo acá, mis raíces pensé
en un principio, mi familia, mi casa, pero no, nada de eso; lo que me tiene acá
todavía es saberme una persona cabal, una mujer de mucha valía que ha soportado
el escarnio social y que a pesar de lo que digan…soy una dama; aun más que las
vecinas que despectivamente hablan a mis espaldas y recetan codazos a sus
esposos cuando me ven caminar.
Una dama que se esfuerza por ser culta,
servicial (para eso sí acuden a mí, cuando necesitan un favor o algo material),
que tengo sueños y anhelo ser valorada en su justa medida, puta…son solamente
cuatro letras que he desechado de mi vida, que soy una persona con sentimientos
y valores, los que día a día me esfuerzo por acrecentar.
Hace algunas semanas, un desconocido me
cedió el paso llamándome señora; todo mi ser vibró de alegría, de paz y devolví
el gesto con una pequeña sonrisa; nuevamente hace unos días he vuelto a
encontrarlo y en un galante gesto al saludarme, se quitó brevemente el
sombrero; otra vez logró hacerme sentir bien, estoy segura que es un gentilhombre.
He soñado nuevamente con esos cuentos de
frágiles princesas que son rescatadas por caballeros andantes de reluciente
armadura y espada al cinto; cuánto deseo ser la damisela que desde una alta torre
llama pidiendo la auxilien y antes que las llamas lanzadas por las fauces de un
temible dragón lleguen a alcanzarme, él me rescata siendo premiado por tan
valiente acción, con un tímido beso en su mejilla.
Puta…qué palabra tan corta y su
desmesurada repercusión, mas hoy espero a mi galán, no vendrá en corcel
ataviado de diamantes, ni prometerá luchar contra dragones, ni veré relucir la
brillante hoja de su espada; simplemente vendrá a pedir mi mano –yo le
entregaré un corazón-, pronto me vestiré
de blanco y ante el altar le prometeré fidelidad y amor eterno, seré la señora
de…no importa, no fui, no soy y no seré más…“la puta”.
Ragueneau Lederer Godoy
Marzo del 2016.